Confesión de Fe cristiana, hecha por ciertos fieles españoles, los cuales, huyendo los abusos de la Iglesia Romana  y la crueldad de la Inquisición de España, dejaron su patria, para ser recibidos de la Iglesia de los fieles, por hermanos en Cristo.

 

 

A LA IGLESIA DEL SEÑOR JESÚS EL CRISTO

Congregada en Londres en nombre del mismo Señor, los hermanos españoles que, huyendo las abominaciones del Papado, se recogen a ella: gracia y paz de Dios único Redentor nuestro.

 

            Después de habernos el Señor por su sola misericordia hecho este tan grande bien de darnos oídos con que oyésemos su voz, para que metidos en el número de su pequeña manada le siguiésemos como a único Pastor nuestro, ninguna cosa hemos mas deseado en esta vida, que hallarnos en la compañía de aquellos a quien el hubiese hecho la misma merced.  No porque entendemos que la Iglesia del Señor, y la afluencia de bienes del cielo que por él le son comunicados, está ligada a ciertos lugares, tiempos o personas; más que sabemos, enseñados por su palabra, que donde quiera que él la quiera juntar, allí le envía su bendición y la lluvia de sus largas misericordias.  Por esta causa dejamos nuestra patria y las comodidades de vivir, tales cuales eran que en ella teníamos, de nuestra libre voluntad, antes que el mundo, como lo tiene de costumbre, ni otra temporal necesidad nos compeliese a dejarlas; teniendo por suerte dichosísima, si algún día el Señor nos hiciese tan gran merced sobre las demás, de que corporalmente nos juntásemos con tan santa compañía, para participar así de sus trabajos y aflicciones como de los dones que el Señor le hubiese comunicado, y que ella participase de los nuestros.

            En tanto pues (hermanos muy amados en el Señor) que vuestra compañía creemos ser la que nosotros buscamos, es a saber Iglesia del Señor Jesús el Cristo, declarámosvos este nuestro deseo, el cual es de celebrar con vosotros la comunión de los santos, no solamente cuanto al sacro símbolo de ella, que es la Cena del Señor, mas también cuanto a lo que nos significa; pues ha placido al Padre celestial, por Jesús el Cristo, hacernos en él un mismo pueblo, darnos un mismo Espíritu, y unos mismos deseos de su gloria, llamarnos a una misma heredad celestial, marcarnos con unas mismas marcas de amor, y de la cruz del Señor Jesús, y finalmente ser el nuestro común Padre.

            Y para que mejor voz conste (en lo que a nuestra parte toca), dámosvos al presente esta nuestra Confesión de Fe, por la cual podréis conocer lo que creemos y que género de doctrina profesamos, confiando de la sinceridad cristiana y de la caridad que el Señor vos habrá dado para con vuestros hermanos que la recibiréis, leeréis y interpretaréis con todo candor de ánimo, así como nosotros con el mismo os la ofrecemos. 

            Oramos al Señor con todo afecto, nos de un mismo sentir y querer en sí, para que en su Iglesia no sea hallada división, donde en su nombre se profesa suma concordia.  Amén.  En Londres, 4. de Enero.  Anno 1559.

 

EL PRIMERO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DE DIOS

 

            1 Primeramente creemos y confesamos haber un solo Dios, de naturaleza espiritual, eterno, infinito, de infinita potencia, sabiduría, y bondad, justo, aborrecedor y riguroso castigador del pecado, misericordioso y benigno más de lo que se puede declarar por palabra para todos los que lo aman y obedecen a sus mandamientos.

            2.  Creemos asimismo que en esta divina y espiritual naturaleza hay Padre, el cual es principio y fuente así de la divinidad como de todo lo que en el cielo, y en la tierra tiene ser: al cual llamamos por este nombre de Padre, especialmente por ser Padre de Jesús el Cristo su Eterna Palabra, primogénito y único hijo suyo, y por causa de él ser Padre también de todos los fieles que con verdadera y viva fe le conocen y creen, y con pía y limpia vida le confiesan.

            Hay Hijo, el cual (como está dicho) es Jesús el Cristo, retrato natural y expresa imagen de la persona del Padre, primogénito ante toda criatura, y cabeza de toda la Iglesia.

            Hay Espíritu Santo, el cual es la fuerza y eficacia de la divinidad, que se muestra generalmente en todas las obras de Dios, y más claramente en el gobierno de toda la Iglesia de Jesús el Cristo; y especialmente se siente en los corazones de los píos regenerados por él, y se declara y manifiesta por sus palabras y obras.

            3.  Creemos hallarse estas tres personas en la misma sustancia, naturaleza y esencia de un Dios, de tal manera distintas, que el Padre no sea el Hijo, ni el Espíritu Santo; ni el Hijo sea el Padre, ni el Espíritu Santo; in el Espíritu Santo sea el Padre, ni el Hijo.  Esto sin derogar a la unidad y simplicidad de un solo Dios, por no haber en todas tres personas más de un ser divino y simplicísimo, según que lo hallamos habérsenos declarado el mismo Dios en su Santa Palabra, por la cual enseñados lo conocemos, adoramos y confesamos así.

            4.  Y aunque entendemos que todo hombre fiel se debe conformar con las maneras de hablar de que Dios en ella usa, mayormente en la manifestación de misterios semejantes a éste, donde la razón human ni alcanza, ni puede: empero por conformarnos con toda la Iglesia de los píos, admitimos los nombres de Trinidad, y de Persona, de los cuales los Padres de la Iglesia antigua usaron, usurpándolos (no sin gran necesidad) para declarar lo que sentían contra los errores y herejías de sus tiempos acerca de este artículo.

            5.  Por esta Confesión protestamos que somos miembros de la Iglesia católica, y que ningún comercio tenemos con ninguna secta ó herejía antigua ni moderna que o niegue la distinción de las personas en la unidad de la divina natura, o confunda las propiedades y oficios de cada una de ellas, o quite a Jesús el Cristo o al Espíritu Santo el ser y dignidad de Dios, poniéndolos en el orden de las criaturas.

 

EL SEGUNDO CAPÍTULO

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DE LA CREACIÓN DE LAS COSAS; DE LA PROVIDENCIA DE DIOS EN TODO LO CRIADO; Y DEL FIN PRINCIPAL QUE DIOS EN ELLA PRETENDIÓ Y PRETENDE

 

            1.  Creemos asimismo que, siendo Dios de su propia naturaleza invisible, incomprensible y inefable, a fin de comunicarse y manifestar los tesoros de su potencia, bondad, y sabiduría y de su divino ser al hombre que después había de criar, con la potencia de su Palabra, que es el Cristo, crió de nada los cielos y la tierra, y todo lo que en ella hay, así visible como invisible; para que, poniendo el hombre los ojos en esta tan admirable obra de sus Dios, viniese en conocimiento de su Criador y de sus condiciones; y inclinado por este conocimiento a amarles, reverenciarle, temerle, adorarle y perpetuamente obedecerle de todo su corazón, gozase de una vida de entero y lleno contentamiento en la comunicación familiar de su hacedor durante el tiempo que su providencia ordenase que viviese en este bajo mundo.

            2.  Item, creemos que con la misma virtud de su Palabra, con la cual al principio dio ser a las cosas, lo  mantiene y sustenta todo en el ser que tiene, y con la providencia de su sabiduría lo gobierna, rige y pone en admirable concierto, de tal manera que sin su voluntad ninguna cosa se haga ni pueda hacerse en el universo, haciendo con su infinito poder y sabiduría que todo sirva a su gloria, y a la utilidad de los suyos.

 

EL TERCERO CAPÍTULO

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DE LA CREACIÓN DEL HOMBRE, Y DE SU PERFECCIÓN, DICHA OTRAMENTE JUSTICIA ORIGINAL

 

            1.  Creemos asimismo que, después de haber Dios criado el mundo y todo lo que en él hay, crió al hombre: inmortal, justo, bueno, sabio, benigno, misericordioso, santo, amador de verdad, y en fin tal, que con los dones de que le dotó pudiese ser en el mundo una imagen y viva representación del que lo crió: en la cual, como en principal obra de sus manos hecha para este sólo fin de ser por ella conocido y glorificado, resplandeciese su bondad, santidad, verdad, sabiduría, misericordia y limpieza; y como criatura tan excelente fuese colocado en el más supremo grado de honra que todas las otras criaturas corporales, constituido por la mano de su Criador por superior y Señor de todas; para que por todas partes quedase obligado a la reverencia, obediencia, temor y amor de su Hacedor, y al perpetuo agradecimiento de tan grandes beneficios.

            2.  Esta tan dichosa condición llamamos Justicia Original, porque de tal manera residió en el primer hombre, que de él se comunicara a todos sus descendientes.

 

EL CUARTO CAPÍTULO

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DE LA CAÍDA DEL HOMBRE; DE LA FACULTAD DEL HUMANO ARBITRIO ANTES Y DESPUÉS DEL PECADO ORIGINAL Y DE LAS PENAS DE ÉL; Y DE LA CAUSA DEL MAL

 

            1.  Confesamos que, habiendo el hombre recibido de la mano de Dios en su creación fuerzas de sabiduría y entereza de voluntad con que poder conocer, amar y servir a su Criador, permaneciendo en su obediencia (que es lo que comúnmente se llama libre arbitrio), recibió asimismo Ley, en la obediencia de la cual ejercitase estos admirables dones; la cual quebrantando de su libre voluntad, justamente fue despojado de la imagen de Dios, y de todos los bienes que le hacían a él semejante; y de sabio, bueno, justo, verdadero, misericordioso y santo, fue vuelto ignorante, maligno, impío, mentiroso y cruel, vestido de la imagen y semejanza del demonio, a quien se allegó apartándose de Dios, privado de aquella santa libertad en que fue criado, hecho esclavo y siervo del pecado y del demonio.

            2.  Esta corrupción de la humana naturaleza (que por estar entonces depositada en el primer hombre fue toda corrompida) llamamos Pecado Original, por ser falta que desde el primer hombre desciende, como de mano en mano, de padres a hijos, propagándose con la misma naturaleza en todos sin poder faltar.

            3.  Con la misma justicia confesamos haber incurrido en la pena de la muerte, que en la misma Ley le fue impuesta, si traspasase, y en todas las demás calamidades que en el mundo se ven, la cuales entendemos haber tenido su principio de allí y habiendo sido dadas en castigo del pecado, quiere Dios que aún duren en testimonio de su ira contra él, y para un continuo ejercicio de penitencia.

            4.  Este entendemos y confesamos haber sido el principio y la causa del mal en el mundo, y no tener otro ninguno; al cual todos los hombres quedamos sujetos, como ramas que nacimos de corrupta raíz, sucediendo por herederos en los males de nuestros padres, en su corrupción y condenación, como lo fuéramos de sus bienes y de su integridad, si permanecieran en aquella justicia.

            5.  Por esta confesión renunciamos a toda doctrina de hombres que enseñen otros principios del mal que el que aquí habemos confesado, o que nieguen la corrupción de la humana naturaleza por la razón dicha, o que a lo menos enseñen no ser tanta que no le queden al hombre fuerzas y facultad de libre arbitrio con que poder de sí mismo, o ser mejor, o disponerse para serlo delante de Dios; mayormente habiéndonos el Señor enseñado que es necesario nacer de nuevo.

 

          EL CINTO CAPÍTULO

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DE LAS PROMESAS DE DIOS; Y DE LA FE CON QUE LOS PECADORES SON JUSTIFICADOS Y SE LEVANTAN A MEJOR ESPERANZA

 

            1.  Esta tan miserable y (por fuerza criadas) del todo irreparable caída de todo el linaje humano entendemos haberla Dios tomado por ocasión para mayor manifestación de los abismos de su poder, saber y bondad, y especialmente de su misericordia y caridad para con los hombres, haciendo que, donde el pecado abundó, sobreabundase su gracia y misericordia, a la cual sola tuviese recurso el hombre caído, que ya por su propia justicia era imposible salvarse.

            2.  Esta su misericordia primeramente se manifestó dando promesa de eterna salud y bendición en virtud de una bendita simiente, que en el mundo nacería de mujer, así como de mujer había nacido la maldición; la cual simiente sería tan poderosa, que bastase a deshacer todo el reino del demonio; y de tanta santidad, que en su nombre fuesen santificadas todas las gentes de la tierra.

            3.  La fe y esperanza de esta promesa confesamos haber venido como de mano en mano por todos los Padres del Viejo Testamento, por virtud de la cual sola recibieran salud y bendición, ni nunca hubo debajo del cielo otro nombre ni otro camino por donde los hombres se salvasen.

 

EL SEXTO CAPÍTULO

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DE LA LEY, Y DE LA DOCTRINA DE LOS PROFETAS, O DEL VIEJO TESTAMENTO

 

            1.  Confesamos asimismo que, estando sepultada en el mundo la memoria de esta promesa, y asimismo la noticia de la manera con que Dios justificaba y aceptaba por suyos los pecadores justificados, acordó de escoger de entre todas las naciones de la tierra un pueblo, para que en él naciese el libertador de los hombres, y con él se diese entero cumplimiento a todas sus promesas; con el cual pueblo hizo pacto o concierto, renovando en él su promesa y la justicia de Fe, y dándole su Ley en tablas de piedra, para que, despertados por ella los hombres al conocimiento de su corrupción, lo fuesen asimismo al deseo del remedio, que consiste en el cumplimiento de aquella buenaventura promesa.

            2.  Para este solo sin entendemos haber Dios ordenado que sonase su palabra en este pueblo por la boca de sus Profetas, y que el pueblo fuese ejercitado en muchas y diversas maneras de mandamientos, de ceremonias, y de figuras; para que, siendo por la palabra de la Ley argüido y convencido de su continuo pecado, y por la frecuencia de los sacrificios amonestado de la poca virtud de los mismos sacrificios para quitarlo del todo, fuese como forzado a entender, esperar y pedir con ardentísimo deseo la venida de aquel poderoso sacrificio, y de tanta virtud, que siendo una vez ofrecido bastase para dar perfecta y eterna santificación y limpieza; a fin que de esta manera, es a saber, con el ejercicio de aquella forma de culto, y mucho más con el deseo del perfecto sacrificio, se preparase a conocerlo y a recibirlo cuando Dios lo enviase.  

 

EL SÉPTIMO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DEL CRISTO, Y DEL CUMPLIMIENTO DE LAS DIVINAS PROMESAS, O DEL EVANGELIO

 

            1.  Item, confesamos que, siendo cumplido el tiempo que Dios quiso que su pueblo fuese ocupado y ejercitado en esta forma de culto, en cumplimiento de su promesa, y para abolición de todas las ceremonias y sacrificos legales, y mucho más para deshacemiento del pecado, y por consiguiente de la violencia de la Ley, envió sus unigénito Hijo, hecho de mujer, conforme al tenor de la promesa al principio hecha; el cual muriendo en la carne muerte de cruz, y siendo sepultado, y resucitado al tercero día entre los muertos por su propia virtud, y subiendo a los cielos en majestad de Dios, diese cumplimiento a todas las promesas de su Eterno Padre, y en su nombre fuese predicado a todo el mundo penitencia y remisión de pecados a todos los creyentes, a los cuales fuese dado Espíritu Santo, y buena y san voluntad para poder amar y obedecer de corazón a Dios, teniendo esculpidas en sus corazones las divinas Leyes, por obra y beneficio del mismo Espíritu.

            2.  Esto entendemos ser aquel Nuevo Testamento que Dios tenía prometido a su pueblo, ratificado y hecho firme para siempre con la muerte del Señor Jesús el Cristo, y con la efusión de sangre; que es lo que por otro nombre llamamos Evangelio, que quiere decir, alegre nueva, y anunciación de la paz y reconciliación que por Jesús el Cristo tenemos con Dios; al cual Evangelio y eterna alianza generalmente son llamados todos los hombres, y admitidos los que lo reciben con viva y eficaz Fe.

 

EL OCTAVO CAPÍTULO

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DE LA NATURALEZA Y PERSONA DEL CRISTO

 

            1.  Confesamos y creemos firmemente el autor de nuestra salud, que es el Cristo, en lo que a su naturaleza y persona toca, ser verdaderamente hombre, concebido por especial y maravillosa obra del Espíritu Santo, y nacido de María Virgen, de la simiente de David y de los Padres según la carne, conforme a las divinas promesas a ellos hechas, semejante en todo a nosotros, excepto nuestra corrupción y pecado.

            2.  Asimismo creemos ser verdadero Dios, pues en su persona y subsistencia es la Palabra que era en el principio, y estaba en Dios, y finalmente era Dios; y por la cual fueron hechas todas las cosas y sin ella ninguna cosa fue, ni pudo ser; y por cuya potencia y virtud son ahora y fueron siempre sustentadas en su ser, como arriba lo hemos confesado en el primero y segundo capítulo de esta nuestra Confesión.

 

EL NOVENO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DEL OFICIO Y DIGNIDAD DEL CRISTO

 

            1.  En lo que a su dignidad y oficio toca, entendemos ser en dos maneras: primeramente para con Dios su Eterno Padre; y segundamente para con nosotros.  Su oficio para con Dios entendemos haber sido buscar y procurar su gloria, manifestando su nombre y su verdadera noticia en el mundo y haciéndolo ilustre entre los hombres por la obra de nuestra redención y por la manifestación de su Evangelio.  Por esta parte es llamado algunas veces en la divina Escritura Ángel de Dios, que quiere decir ministro de Dios, otras veces claramente Siervo de Dios, Apóstol y Pontífice de nuestra Fe.

            2.  Por haber perfectamente obedecido al Padre en este caso hasta la muerte de cruz, creemos serle dado premio gloriosísimo: lo primero, que sea autor de eterna salud a todos los que en él creyeren y le invocaren; lo segundo, que tenga supremo nombre sobre todo lo que se puede nombrar en los cielos y en la tierra, y que a él y a su nombre glorioso se arrodille toda rodilla en el cielo y en la tierra y en los infiernos, como a supremo monarca establecido por la mano de Dios, para serlo, no solamente de mar a mar y desde el gran río hasta los fines de la tierra, mas aun sobre todas las obras de las manos de Dios.

            3.  Su oficio para con nosotros, aunque es un muchas maneras, según la diversidad de los bienes que por su medio son comunicados a los suyos, empero enseñados por la Divina Palabra lo reducimos a dos partes principales, que son de rey y sacerdote.

            4.  Por la parte que es nuestro Rey, confesamos habernos primeramente librado de la tiranía del pecado, del demonio y de la muerte, de los cuales triunfó en su muerte, rayendo la obligación de la Ley, por la cual éramos justamente condenados a eterna maldición y muerte, y enclavándola consigo en la cruz, para que, libres ya de todo temor, no sirvamos al pecado n al demonio, mas al que nos libró de su poder, en justicia y en santidad de vida todos los días que nos resten de vivir.

            5.  Con el mismo poder creemos que, estando a la diestra de la potencia de Dios, no asiste, ampara y defiende; y no da secretas fuerzas de su Espíritu contra todas las tentaciones, así interiores como exteriores, que nos vienen por parte de los mismos enemigos; con los cuales ordenó la divina providencia que nos quedase continua pelea, aun después de libertados de ellos, para humillación nuestra, y para ejercicio de los dones que nos son dados, y asimismo para que en nuestra flaqueza se manifieste la virtud de Jesús el Cristo, que en nosotros pelea contra tan poderosos enemigos, y los vence.

            6.  Item, así como él fue el que en todos los siglos defendió su Iglesia contra la violencia del mundo, así también entendemos que ahora él mismo es el que la defiende y defenderá siempre de él; y en cuya potencia confortados vencemos el mundo, y esperamos alcanzar siempre victoria de él; hasta que finalmente triunfemos del todo con el mismo Cristo rey nuestro, cuando serán sujetadas debajo de sus pies todas las potestades que en este siglo rebelde le contradijeron, para que su reino glorioso comenzado de aquí sea perpetuo, y nunca tenga ni pueda tener fin, conforme a las promesas que Dios tiene hechas de él.

            7.  Por la parte que es nuestro sacerdote, creemos: lo primero, haber sido siempre y ser el Intercesor entre Dios y los hombres, el cual, por su oración y por el sacrificio de sus muerte y cruz, aplacó la ira de Dios, y nos alcanzó, no solamente perdón entero y cumplido de todos nuestros pecados, más también mérito y dignidad para poder parecer delante de él confiadamente.  Asimismo nos dio no sólo nombre de hijos de Dios, mas también que realmente lo seamos, comunicándosenos por la virtud de su Espíritu naturaleza divina, en la cual regenerados lo seamos.  Por la misma razón, nos adquirió acción y derecho a la herencia de la gloria de Dios, y de todos sus bienes juntamente consigo, de que él (como primogénito y cabeza nuestra) goza por sí, y por todos sus hermanos, sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, tanto superior a los ángeles cuanto le es dado más claro nombre sobre todos ellos, hasta tanto que (acabada nuestra peregrinación) nos llame y junte a sí, para gozar de esta gloriosa herencia juntamente consigo.

            8.  Asimismo confesamos que, por ser sus sacerdocio eterno, y no haber espirado con su muerte (pues él tampoco aun con ella no espiró, en cuanto era Dios, ni fue posible ser detenido en las prisiones de la muerte, antes resucitado al tercero día eternamente vive), el valor y eficacia de su sacrificio una vez tan solamente ofrecido, también vive, y durará eternalmente para hacer en su Iglesia los efectos ya dichos; y sentado a la diestra del Padre es aun nuestro intercesor suficientísimo, que perpetuamente ruega y impetra por nosotros.

            9.  Item, creemos que, así como la virtud y dignidad de su reino no para solamente en su persona particular, antes llega a hacernos a nosotros también reyes consigo, de la misma manera la virtud y dignidad de su sacerdocio se extiende hasta nosotros, haciéndonos también sacerdotes, ungidos y consagrados consigo y por sí con el mismo óleo y bendición del Espíritu con que él lo es; para que nosotros, por causa suya y en su nombre, ofrezcamos al Padre sacrificio: primeramente de nosotros mismos, y de nuestros cuerpos, y de toda nuestra vida, consagrándola a la gloria de su nombre, como él consagró la suya a la gloria de su Eterno Padre, para que nosotros viviésemos; lo segundo, sacrificio de alabanza, fruto de labios que confiesen su nombre; lo tercero, oración, por la cual pidamos en su nombre, no sólo para nosotros mismos, más aun los unos por los otros, habiéndonos hecho dignos y idóneos su dignidad incomparable para poderlo hacer así.

            10.  Entendiendo pues ser éste es sacerdocio del Nuevo Testamento, y el legítimo de los cristianos, así cuanto es de la parte del Señor como de los que pertenecen a su pueblo, por esta nuestra confesión renunciamos primeramente a toda invocación de muertos, aunque santísimos, para ser invocados de nosotros.  Renunciamos asimismo a todo sacrificio, sacerdocio, pontificado, y cualquiera otra manera de aplacar o de honrar a Dios fuera de esta, la cual sola entendemos ser la legítima y aprobada delante de Dios, y cualquiera otra abominable y maldita; y malditos asimismo y anatemas los que la enseñaren, por ser otro evangelio del que enseño en el mundo, y del que sus apóstoles predicaron por él.

            11.  Por la misma parte que es nuestro sacerdote, entendemos convenirle lo segundo: ser también nuestro profeta, es a saber nuestro maestro, y enseñador de justicia; no como Moisés, que cubierto el rostro con un velo enseño al pueblo, antes por ser el resplandor de la gloria del Padre y la natural imagen de su sustancia, en su rostro contemplamos cara a cara la majestad de nuestro Dios; no por contemplación ociosa y de ningún fruto, mas tan eficaz, que por ella seamos también transformados en imagen de Dios, creciendo de claridad en claridad, por la fuerza de su Espíritu.

            12.  El enseñamiento que de él tenemos, tampoco entendemos ser como el que por medio de la Ley se administraba en el Viejo Testamento, la cual siendo escrita en tablas de piedra, y quedándose siempre fuera del hombre, solamente servía de mostrarle la verdadera justicia, de la cual estaba desnudo, y el pecado, que en él reinaba, y por consiguiente la maldición y muerte a que estaba sujeto, aumentándole antes el pecado de esta manera y la enfermedad que poniéndole medicina.  Confesamos pues ser enseñamiento de toda verdad perteneciente a nuestra salud y al conocimiento de la voluntad de Dios, esculpido en los corazones de los fieles por la eficacia de su Espíritu; tan cierto, que de su parte ninguna necesidad tenga para su confirmación de algún exterior testimonio, de nuevos milagros, o de alguna humana o angélica autoridad, ni de otra cualquiera ayuda; tan entero y cumplido, que aquel a quien Dios lo diere no esté necesitado de algún otro humano magisterio, enseñamiento ni doctrina para conocer a Dios y la manera de que quiere ser servido.

            13.  De esta manera afirmamos derivarse en nosotros su Profecía, como habemos dicho de su reino y de las otras partes de su sacerdocio, dándose por virtud de su magisterio, que de verdad perteneciere al pueblo cristiano, que sea enseñado de Dios, y que profetice, que tenemos decir sepa declarar la divina voluntad en el mundo; el cual género de doctrina y forma de enseñamiento entendemos ser propio del Nuevo Testamento, o por mejor decir, ser la práctica misma de él.

            14.  Por esta Confesión renunciamos a todo human magisterio y a toda humana doctrina, para en el caso del divino culto y do lo que concierne a nuestra salud, recibiendo a sólo Jesús el Cristo y a su palabra y Espíritu por nuestro legítimo, verdadero y único maestro, conforme a su mandamiento; en la cual no entendemos derogar ninguna cosa a la autoridad del externo ministerio del Evangelio, ni de los demás exteriores medios que en la Iglesia del Señor se usan por institución y ordenación del mismo Señor, en cuyo magisterio se incluye también esto, como abajo trataremos en su lugar.

 

EL DÉCIMO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DE LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE

 

            1.  Creemos que, como después de la general corrupción de toda la humana naturaleza por el pecado de nuestros primeros padres, y antes de la exhibición de la promesa y del Nuevo Testamento, ningún medio hubo por el cual los hombres fuesen justificados y reducidos al camino de salud, sino de su parte por verdadera penitencia y fe en la promesa de la bienaventurada semiente, y de la parte de Dios por su sola misericordia y bondad, con que aceptaba esta sola fe por entera justicia, en virtud de la entera justicia del Cristo, a quien siempre estriba esta fe; de la misma manera, dado ya el cumplimiento de la promesa en el Cristo, no queda ni hay otra vía para ser los hombres justificados, salvos, y admitidos a la alianza del Nuevo Testamento, y a la participación de sus bienes, que por penitencia (la cual es verdadero conocimiento, arrepentimiento, dolor y detestación del pecado, con verdadera abrenunciación de él y de la corrompida raíz de donde el hombre nace) y viva fe en la muerte y resurrección del Señor, por el mérito y eficacia de la cual nos es dado perdón y imputada su justicia y inocencia, y asimismo nos es dada virtud y fuerza de su Espíritu, para que, muriendo con él al pecado, resucitemos también con él a nueva vida de justicia.

            2.  Por esta confesión renunciamos a todo humano mérito o satisfacción que a la divina justicia se enseñe poderse hacer para alcanzar perdón del pecado fuera del mérito y satisfacción que el Señor tiene hecha por todos los que en él creyeren; el cual solo entendemos ser nuestro verdadero purgatorio, y plenaria indulgencia de los pecados de los suyos a culpa y a pena.  Y tenemos por abominable y maldita y de verdadero Anticristo toda doctrina que contradiga en esta parte a la de esta nuestra Confesión, o enseñe otras maneras cualesquiera de remedio contra el pecado fuera de la que se halla en sólo Jesús el Cristo crucificado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación, y se comunica a los hombres por el medio de la verdadera penitencia, y viva fe, como está dicho.  Asimismo condenamos la doctrina de los que enseñen que siempre el cristiano ha de estar dudoso de la remisión de sus pecados y de haber alcanzado justificación, por ser doctrina derechamente contra la doctrina del verdadero Evangelio, el cual nos pide fe verdadera y firme, y contra el artículo del Símbolo Apostólico «Creo la remission de los pecados», como diremos abajo, cap. 20.

 

EL ONCEAVO CAPÍTULO

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DE LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA CRISTIANA

 

            1.  Entre los medios o instrumentos de nuestra justificación contamos (con el Señor y con sus Apóstoles): los sacramentos de la Iglesia Cristiana, por los cuales el Señor de su parte nos aplica en particular, sella y confirma el beneficio de nuestra salud y cumplimiento de sus promesas, y nosotros de la nuestra los recibimos por la fe; y testificamos lo segundo, que somos de su pueblo; asimismo profesamos lo que habemos de hacer para seguirle de verdad.

            2.  Acerca de esto creemos primeramente que, así como a solo Jesús el Cristo pertenece justificarnos y darnos la fe para él y el testimonio interior de nuestra justificación por su Espíritu, así también a él solo pertenece instituir los medios o instrumentos externos por los cuales se nos aplique este beneficio, como son los sacramentos y el ministerio de su palabra.

            3.  De estos no hallamos en la divina historia, cuanto a los verdaderos Sacramentos toca que él había instituido, mas de dos, que propiamente se pueden llamar Sacramentos, instituidos y ordenados para el fin ya dicho, los cuales son el Bautismo y la Santa Cena.  Los demás que en este número has sido puestos, o lo fueren aquí delante, tenemos por adulterinos, si son invenciones de hombres, que con blasfemo atrevimiento los inventaron (como se puede decir de la Confirmación con el aparato con que oí se ejercita en la Iglesia Romana), o, si son ritos y costumbres que tengan fundamento en la Divina palabra, necesarios por ventura otro tiempo, empero que ahora serían superfluos (como se puede decir de la Unción de los Enfermos, ahora llamada Extremaunción), o necesarios siempre y en todo tiempo en la Iglesia, empero que no son más que ritos, aunque sacros (como se puede entender de la Penitencia, del Orden del Ministerio y del Matrimonio); aunque los tenemos por ritos sacros y necesarios, instituidos de Dios, no los llamamos ni tenemos por sacramentos en la significación arriba dicha.

 

 

EL DOCEAVO CAPÍTULO

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DEL BAUTISMO

 

            1.  En el Bautismo legítimamente administrado, en simple y común agua, en virtud de la muerte y resurrección del Señor, y en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, conforme a la institución y el mandamiento del mismo Señor, confesamos efectuarse el beneficio, y darse juntamente firme testimonio, de entero perdón de pecado, de entera justicia y salud perdurable, de regeneración por Espíritu Santo, y de entrada en el reino de los cielos a todos los creyentes, conforme a la promesa del mismo Señor y a las declaraciones del mismo Bautismo que el Espíritu Santo tiene dadas por los Apóstoles en la Divina Escritura.

            2.  En la misma acción protestamos nosotros de nuestra parte perfecta abrenunciación del demonio, del pecado y del mundo y do nosotros mismos, y finalmente desnudez, muerte, y sepultura de nuestro viejo hombre, con todas sus obras y concupiscencias, y vestidura del nuevo, que es criado a imagen de Dios, en justicia y en santidad, y finalmente resurrección con Cristo a nueva y celestial vida.

            3.  Y aunque no haya expresa mención en la Divina Escritura que el Bautismo se dé a los niños antes que tengan uso de razón, conformámosnos empero con la Iglesia del Señor, que tiene por más conforme a la misma Escritura dárselo que dejar de dárselo, pues que por beneficio del Señor, y por su promesa, no menos pertenecen a su alianza que los Padres.

 

EL TRECEAVO CAPÍTULO

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DE LA SANTA CENA

 

            1.  En la Santa Cena del Señor administrada legítimamente con verdadera fe, en pan común y en vino común, en memoria de la muerte del Señor, y en la forma que por la santa historia consta haberla él instituido y administrado y usándola sus Apóstoles, confesamos darse a todos los creyentes en el pan mismo y verdadero cuerpo del Señor, que fue entregado a la muerte por nosotros, y en el vino su propia sangre, que fue derramada por el perdón de nuestros pecados, conforme a las palabras del mismo Señor, «Tomad, éste es mi cuerpo; ésta es mi sangre, etc.»

            2.  En el mismo sacramento confesamos darse a los mismos creyentes cierto y firme testimonio de Dios de que son admitidos a su nuevo concierto y alianza, ratificada eternalmente a su pueblo en la mano del único mediador Jesús el Cristo, y firmada con su muerte y sangre; por virtud de la cual alianza son espiritualmente sustentados y mantenidos en la Santa Cena, con el mantenimiento de su cuerpo y sangre, para que asimismo participen de su divina y eternal vida, siendo incorporados en él, y hechos carne de su carne, y huesos de sus huesos.

            3.  En la misma acción protestamos de nuestras parte que somos del número de los que pertenecen a este nuevo y sacro concierto de Dios, con su pueblo en cuyos corazones Dios has escrito su Ley, y que nos tenemos por miembros vivos de este sacrosanto cuerpo.  Asimismo prometemos solemnemente de mostrarlo, así con la limpieza, piedad y santidad de toda nuestra vida, y especialmente con la singular caridad, amor y unión que entre nosotros se hallará.

 

 

EL DECIMO CUARTO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DEL EXTERNO MINISTERIO DE LA PALABRA, Y DE LA AUTORIDAD DE LOS MINISTROS

 

            1. En el mismo orden de los exteriores medios de nuestra justificación contamos también el externo ministerio de la palabra; el cual confesamos ser instituido del Señor a fin que sus escogidos, esparcidos por todo el mundo, sean llamados a su aprisco con la voz de su Evangelio y, llamados, sean por ella justificados, y así se cumpla en ellos, cuanto a esta parte, el propósito y intento de Dios, que los escogió.

            2.  Creemos ser propio oficio del mismo Señor, como Señor de la mies, llamar, autorizar y hacer idóneos con sus dones y Espíritu a tales ministros del Nuevo Testamento, y enviarlos a que llamen sus Iglesia; y llamada, la congreguen en unidad de fe y de caridad, la apacienten con el pasto de su palabra, y la mantengan con la misma en cristiano concierto y disciplina.

            3.  Residiendo la autoridad del apostolado o  ministerio de la palabra del Evangelio in solidum en el único apóstol, ministro y maestro de nuestra fe, el Cristo, y siendo ellos enviados en su nombre, como está dicho, confesamos deberse tanto respeto y obediencia a la palabra que administran, que quien a ellos obedeciere o menospreciare sea visto obedecer o menospreciar al mismo Señor, cuyos legados son.  Esto entendemos siendo legítima su vocación al ministerio, y no enseñando otro Evangelio que el que el Señor enseñó y mandó que se predicase entre todas las gentes, ni enseñoreándose con tiranía sobre las conciencias de aquellos a quien antes deben servir, por ser propio reino y heredad del Señor.

 

EL DECIMO QUINTO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DE LA DISCIPLINA ECCLESIÁSTICA

 

            1.  Aunque por el ejercicio de la eclesiástica disciplina no seamos justificado, parece que con razón la debemos poner entre los medios externos de nuestra justificación, en cuanto por ella primeramente se procura retener a los fieles, que son congregados en algún cierto lugar, en la justicia y limpieza de vida, y asimismo en la unidad de fe y consentimiento de doctrina, que profesa la Iglesia católica.

            2.  A esta doctrina gobernada por el Espíritu de Dios y por la regla de la Divina Palabra, confesamos deberse sujetar todo fiel en cuanto la cristiana libertad lo permitiere y la caridad de los hermanos lo demandare.

            3.  Y así nosotros nos sujetamos a ella de buena voluntad, deseando y pidiendo ser enseñados con caridad de los que mejor sintieren, y corregidos con la misma en las faltas que en nosotros, como en hombres, se hallaren.

 

EL DECIMO SEXTO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DEL MAGISTRADO POLÍTICO

 

            1.  En este mismo orden de la eclesiástica disciplina ponemos el político magistrado en la Iglesia cristiana, el cual entendemos ser ordenación de Dios, y serle dado de su mano el cuchillo para mantener en paz y en reposo la república, defendiéndola de los enemigos, castigando los malhechores, y honrando y premiando los virtuosos, todo para adelantamiento del reino del Cristo, y de su gloria.

            2.  Por este oficio entendemos que toda persona, de cualquier estado o condición que sea, le debe respeto, tributo y sujeción, entre tanto que no mandarse cosas contra la voluntad de Dios y su palabra; la cual deuda entendemos debérsele aunque infiel.

            3.  Asimismo entendemos que, aunque en la Iglesia cristiana sean diferentes los oficios del magistrado y del ministerio de la palabra, como también son cosas diferentes el gobierno de la policía y el eclesiástico orden, empero por cuanto la Iglesia de los fieles congregados en algún lugar no es otra cosas que una cristiana república, o policía, entendemos que, siendo fiel el político magistrado, es cabeza de la eclesiástica disciplina, y que tiene la suprema autoridad para hacer poner en ejecución todo lo que al Reino del Señor y al adelantamiento de su gloria se hallare pertenecer, no sólo en lo que toca a la humana policía, más también y principalmente en lo que tocare al divino culto.  Ni entendemos haber en la Iglesia de los fieles más de una sola jurisdicción, cuyas leyes son la Divina Palabra y las que con ella se conformaren, y el supremos juez en la tierra el cristiano magistrado.

 

EL DECIMO SIETE CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DEL ESPÍRITU SANTO, Y DE LA VIDA DE LOS CRISTIANOS

 

            1.  Dios tiene declarado en su Santa Palabra que el fin por el cual él libra al hombre del pecado, de la muerte y del demonio es para que le sirva en justicia y en santidad de vida todos los días que viviere.  El fin por que lo regenera y lo hace nueva criatura por su Espíritu es para que, dejada la imagen del viejo y terreno Adam, vista la del nuevo y celestial, que es Cristo.  El fin por que lo mata por el rigor de la Ley y lo sepulta con Cristo es para que, por fuerza de la fe en él, resucite y suba a los cielos con él, y dejando ya de procurar las cosas del siglo, muerto a él procure las del cielo, y viva vida celestial, con la cual Dios sea conocido y glorificado entre los hombres como autor de tan maravillosa obra, y el mundo sea convencido de su corrupción y pecado, y como forzado a conocer, por la celestial vida de los infieles, la virtud de Jesús el Cristo, y la eficacia de su muerte y resurrección, y asimismo la preferencia que la religión cristiana tiene contra todas las falsas sectas y supersticiones del mundo.

            2.  Por tanto creemos y confesamos ser condición necesaria de todos los que de verdad son justificados por verdadera penitencia y fe, recibir el Espíritu Santo, por cuya virtud son santificados y guiados por su instinto en el conocimiento de toda verdad, y gobernados en todas sus empresas y obras, esforzados y consolados en todas sus aflicciones.  Él mismo los levanta en esperanza cierta de la celestial patria; enciende en sus corazones ardientes deseos de la propagación del reino y gloria de Dios; los exhorta a continua oración; los enseña, dicta, prescribe y ordena sus peticiones; y los da osadía para presentarse delante de Dios y mostrarle sus necesidades, como a verdadero Padre, y esperar de él el cumplimiento de sus peticiones.

            3.  Por la fuerza del mismo Espíritu abniegan y renuncian de todo corazón a sí mismos, es a saber, a los deseos, sabiduría, consejo y determinaciones o intentos de su carne, en cuya mortificación trabajan sin cesar con toda diligencia y estudio, deseando, esperando, y pidiendo con vivos gemidos la venida de aquel glorioso día en que será dada cumplida y perfecta redención, entere y llena santidad y limpieza, siguiendo entre tanto por única regla de la divina voluntad (para conocer así lo que han de mortificar en sí como lo que han de retener y avivar) la Divina Palabra y la luz del divino Espíritu, que la escribe en sus corazones para que puedan perseverar con gozo celestial en esta santa obediencia no como siervos temerosos, mas como hijos santamente confiados en el eterno y firme autor de su celestial Padre.

            4.  Para este mismo propósito los sirve el ejemplo vivo del Cristo, al cual toman por único, natural y legítimo patrón de la divina imagen, a cuya semejanza han de ser reformados; en el cual teniendo perpetuamente puestos los ojos, para aprender de él verdadera mansedumbre, humildad, paciencia, obediencia y sujeción, a la voluntad del Padre celestial, celo verdadero y perpetuo de su gloria, verdadera caridad y amor sin doblez ni ficción entre sí, abnegación y verdadero menosprecio de este siglo y de todo lo que en él se ve, solicitud pía y lealtad en la vocación en que Dios quiere servir de ellos, con todas las demás virtudes que pertenecen a la espiritual y celestial vida, se van transformando en él de claridad en mayor claridad, sacando de él todas estas virtudes, no como de otro cualquiera ejemplo o patrón exterior, mas como de fuente y cabeza a ellos muy conjunta y unida por la virtud de la fe y amor que los juntó con él indisolublemente, en quien todas están depositadas, para derivarse de allí en todos sus miembros.

            5.  Por estos efectos es conocido el Espíritu Santo en el gobierno de la Iglesia del Señor; y el pueblo cristiano asimismo es conocido entre todas las gentes del mundo por pueblo a quien Dios bien dijo, y por plantas des su gloria, conforme a lo que de él estaba prometido por los Profetas.  Esta manera de vida es llamad en la Escritura Santa vida santa, vida según el Espíritu, vida espiritual, vida de fe, andar conforme al Espíritu, no conforme a la carne, conversación en los cielos, o vida celestial, por ser propia de solos aquéllos que de verdad recibieron verdadero Evangelio, y tienen fe viva y eficaz, y que recibieron el Espíritu Santo, el cual en ellos es eficaz producir de tales efectos.

 

EL DECIMO OCHO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DE LA SANTA IGLESIA UNIVERSAL, Y DE LA SANTA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

 

            1.  Confesamos y creemos esta santa compañía ser sola Iglesia del Señor Jesús el Cristo, en la cual, aunque exteriormente sean contados muchos hipócritas y miembros de Anticristo (permitiéndolo así el Señor para ejercicio de los suyos, hasta la consumación del siglo) ninguna cosa deroga esto a su santidad, pues que con los tales ningún comercio tienen en lo que toca a la viva fe y al Espíritu, con que solos los verdaderos hijos de Dios son regenerados.

            2.  Item, confesamos este santo y bienaventurado pueblo no tener en el mundo cierto lugar señalado, antes ser en él peregrino y estar esparcido por todo él; lo cual tampoco deroga a su unidad y unión, por tener todos los que a él legítimamente pertenecen un mismo Padre en los cielos, ser animados y vivificados con un mismo Espíritu del Cristo, tener una misma fe en él; las cuales condiciones entendemos ser de tanta eficacia para la unidad de la verdadera Iglesia del Señor, que no sólo no la divida la diversidad y distancia de los lugares, mas ni aun la de las edades o siglos; ni esto solamente en el tiempo del Nuevo Testamento, mas aun en el Viejo, y antes de él, comprendiendo este santo pueblo todos los justos que han sido, son y serán en el mundo desde Adam hasta el postrer hombre.

            Por virtud de esta unión, y del terreno y indisoluble vínculo de caridad, con que todos los miembros de este sagrado cuerpo están ligados en Cristo, confesamos haber entre ellos una secreta comunicación, no sólo de los espirituales y corporales bienes que cada miembro en particular recibe, mas aun de los males y aflicciones que padecen en el mundo; por la cual comunicación enferman con él que enferma, lloran con él que llora, y se alegran con él que se alegra; siendo entre ellos comunes así los males como los bienes, porque el fuerte y indisoluble vínculo de amor con que en el Cristo están unidos no sufre otra cosas, ni la diversidad de las naciones puede impedir a lo menos el sentimiento ni el socorro de la oración con que oran los unos por los otros, aunque impida el corporal socorro.

 

EL DECIMO NUEVE CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DE ALGUNAS SEÑALES POR LAS CUALES LA EXTERNA IGLESIA PUEDE SER CONOCIDA EN EL MUNDO; Y DE OTRAS QUE SEÑALAN LOS QUE INFALLIBLEMENTE PERTENECEN A LA ESPIRITUAL Y INVISIBLE, AHORA ESTE EN LA EXTERNA GONGREGACIÓN DE LOS FIELES, AHORA NO

 

            1.  Esta santa compañía, aunque (por ser reino espiritual y compañía no según la carne) sea invisible a los corporales ojos y al juicio de la humana razón, confesamos tener algunas señales y notas tomadas de la Divina Palabra, por las cuales puede ser conocida en el mundo, cuando corporalmente se juntan en algún cierto lugar.

            2. La primera es la pura predicación del Evangelio, sin mezcla de humanas doctrinas o constituciones, para en el caso de la salud de los hombres y del divino culto.

            3.  La segunda en la administración y uso legítimo de los sacramentos, con aquella sinceridad y limpieza d humanas adiciones que por la Divina Palabra parecen haber sido instituidos del Señor y usados de sus Apóstoles.

            4.  La tercera es la eclesiástica y cristiana disciplina ejercitada por el orden, y por los fines que arriba cap. 15 y 17 hemos dicho y declarado.

            5.  Mas porque puede ser que, aun habiendo estas mismas señales, no todos los que en ellas convinieron exteriormente pertenezcan a la verdadera y espiritual Iglesia del Señor (así como también por el contrario, aun habiendo en ellas algunas faltas tolerables por la humana flaqueza, no por eso luego serán exclusos de la verdadera Iglesia los que en ella comunicaren, permaneciendo en el fundamento, que es el Cristo), entendemos haber otras, por las cuales los verdaderos miembros del Señor Jesús el Cristo, no sólo ellos se podrán certificar en sus conciencias de que los son, mas aun podrán conocerse los unos a los otros cuando se toparen en la tierra de su peregrinación, y podrán hacer diferencia entre los hijos del siglo, o del Anticristo, por muy cubiertos que estén con títulos y apariencia de religión.

            6.  La primera es el testimonio del Espíritu Santo, habitante en los corazones de todos los fieles, sin poder faltar (como arriba dijimos en el cap. 17), el cual Espíritu Santo es imposible que donde estuviere, deje de manifestarse por de fuera, por limpieza y santidad de vida.  Esta señal nos es dada por el Espíritu Santo en Isaías cap. 59, donde dice así: «Esta será mi alianza con ellos (a saber con los píos de su pueblo): mi Espíritu que está en ti (habla con el Mesías)».  Y en el cap. 61 dice: «Y saberse ha en las gentes su simiente, y su nación en medio de los pueblos; todos los que los vieren, los conocerán ser pueblo a quien Dios bendijo».  Más clara aun nos la pone el Señor, cuando dice:  «Por los frutos los conoceréis; no puede el mal árblo dar buen fruto, ni el buen mal fruto, etc.»

            7.  Aunque esta señal ya dicha tenga lugar generalmente en todas las partes de la vida del hombre cristiano, por ser árbol dque plantado a las corrientes de las aguas de la Divina Palabra y del Espíritu de Dios da sus frutos en abundancia y en toda sazón, hay empero algunos de estos frutos los cuales antes de todos los otros se señalan y se muestran a los ojos de los que miren en ellos.

            De éstos el primero es la palabra, la cual, así como en el hombre impío o mundano es, o blasfema contra la divina majestad, o mentirosa, o injuriosa contra los hombre, o por los menos vana: en el hombre pío y de verdad regenerado comúnmente es palabra de verdad, honradora, de la divina majestad, llena de enseñamiento pío y provecho espiritual para los que la oyen y leen.  Será pues ésta la segunda señal del hombre pío y de verdad perteneciente al pueblo de Dios; la cual nos es puesta en el mismo lugar de Isaías arriba citado, a saber, cap. 59, donde del Espíritu de Dios y del Cristo, como de raíz, luego vienen a las palabras, como a primer fruto, diciendo: «Y mis palabras que yo he puesto en tu boca, nunca faltarán de tu boca, ni de la boca de tu simiente, ni de la boca de la simiente de tu simiente, dice el Señor, desde ahora para siempre.»  Por el contrario, el impío o mundando «de la mala abundancia de su corazón habla», como el Señor dice.  De aquí son las continuas amonestaciones del Apóstol a los fieles;  «Si alguno hablare, hable palabra de Dios.  Ninguna palabra mala salga de vuestra boca, etc.»

            8.  La tercera señal es una ardiente afición y codicia insaciable a la Divina Palabra, y un estudio continuo de oírla, entenderla y tractarla; como, por el contrario, el fastidio y aborrecimiento de ella declara el ánimo del hombre impío y mundano, que ni la busca, ni la ama, ni ofrecida por ocasión que Dios le presente, la puede sufrir.  El Señor nos pone esta señal diciendo: «Él que es de Dios oye la Palabra de Dios, etc.»;  David, Psalmo 1: «En la ley de Dios medita de día y de noche»;  Psalmo 110: «Cuán dulces son tus palabras a mi garganta, como miel a mi boca, etc. »

            9.  La cuarta señal es misericordia, con la cual singularmente los hijos de Dios representan el ingenio del Padre celestial, y le parecen, «el cual hace (como dice el Señor) salir su sol sobre buenos y malos, y llueve sobre justos y injustos».  Por la contraria, que es crueldad, amor de sangre, etc., reconoce el Señor y da a los suyos (los Fariseos) por hijos de Satanás: «Él (dice) homicida era desde el principio, etc.»   Conciértase con esta señal la semejanza de la oveja con que la naturaleza y ingenio de los hijos de Dios es perpetuamente notada en la divina Escritura, y la del lobo, dragón, león, y otras semejantes crueles bestias con que es notada la del demonio y de todos sus hijos.  «Él metió la muerte en el mundo (de el Eclesiástico), y a él imitan todos los que so de su bando).»

            10.  La quinta señal es amor, y toda manera de beneficencia para con los enemigos.  Ésta también nos pone el Señor por singular marca de los hijos de Dios, en el lugar alegado en la señal precedente: «Amad (dice) a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen; rogad por los que os calumnian y persiguen, por que seáis hijos de vuestro Padre celestial».  No hay argumento que más convenza a los hijos del siglo a entender que hay en los píos otra naturaleza más que humana que, donde ellos esperaban enemistad contra enemistad, injuria contra injuria, fuerza contra fuerza, etc.  (como tienen en su derecho: «Es lícito apartar la fuerza con fuerza») hallen misericordia, amor y beneficio, como el Apóstol testifica, diciendo: «Haciendo esto, amontonarás carbones de fuego sobre su cabeza».

            11.  La sexta señal es verdadero amor, y caridad indisoluble de los unos para con los otros, tal que se manifieste por de fuera con testimonio no fingidos, ni se rompa con livianas ocasiones; finalmente entendemos de la caridad de que habla el Apóstol, 1 Cor. 13, que «sufre, espera y suporta todas las cosas, que es paciente, benigna, no ambiciosa, ni busaca sus particulares provechos, etc.», y que se debe anteponer a todas las otras virtudes, aunque sea a la misma fe, por ser (como el mismo Apóstol dice) «el remate de la cristiana perfección».

            Esta señal no pone el Señor por infalible y perpetua marca de los suyos, en S. Juan, cap. 13: «En esto (dice)conocerán los hombres que sois mis discípulos: si tuvieres amor los unos con los otros».  Por la falta de ésta arguye el Apóstol a los Corintios que no son más que hombres: «Entre tanto (dice) que hay entre vosotros contiendas y rencillas, ¿por ventura no sois hombres?».  Y de aquí toma la ocasión para exhortarlos tan copiosamente a la caridad.

            12.  La séptima señal es cruz y aflicción en el mundo, habiendo incurrido en enemistad irreconcible y odio perpetuo con él, por la profesión de la verdadera piedad, y por la confesión del nombre del Señor; a la cual cruz Dios tiene ordenado que su Iglesia sea perpetuamente sujeta en este mundo, por las rezones que el Espíritu Santo revela en su palabra.  El Señor en muchos lugares señala esta marca a los suyos: «En verdad, en verdad, os digo que lloraréis y lamentaréis vosotros, y el mundo reirá.  En el mundo tendréis angustia.  Si a mí me persiguieron, a vosotros también perseguirán.  No hay discípulo mayor que el maestro.  Si fueses del mundo, el mundo amaría lo que es suyo» (Mat. 10 y 11 cap.).  El Apóstol en muchos lugares: él mismo a los Gálatas por última prueba de su Apostolado alega esta señal de él, diciendo: «De aquí adelante nadie me sea molesto, porque yo las marcas del Señor Jesús traigo impresas en mi cuerpo».

            13.  Éstas (y si hay otras algunas que con ellas lo puedan ser) entendemos ser las señales perpetuas y legítimas con que Dios marcó su Iglesia en todos tiempos; las cuales, aunque por el presente estado (que tiene mezcla de corrupción, y no ha llegado, ni llega, a la suma perfección, antes se vive aun en esperanza de ella, cuyo cumplimiento será, como el Apóstol enseña en muchos lugares, en la resurrección de los muertos, y no antes) no se hallen tan cumplidas como aquí las habemos pintado, y es de desear, hanse empero de hallar todas necesariamente en la conversación del cristiano, aunque sea con sus imperfecciones y faltas, las cuales faltas suplirá en él el ardiente deseo y continuo estudio de tenerlas en su perfección.  Y pues las habemos puesto por tan legítimas y necesarias señales de los hijos de Dios y de su verdadero pueblo, no rehusamos de ser examinados por ellas para ser reconocidos de la Iglesia del Señor por legítimos miembros de ella.

 

EL VIGÉSIMO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DE LA REMISIÓN DE LOS PECADOS; DE LA POTESTAD DE LAS CLAVES, Y DE SU LEGÍTIMO USO

 

            1.  Confesamos haber en estas santa compañía potestad para ligar y soltar los pecados, la cual autoridad el Señor llama llaves del reino de los cielos.  Ésta entendemos no ser otra cosas que la pura anunciación del Evangelio, por la cual se da remisión de todos los pecados y imputación de entera y verdadera justicia a todos los creyentes, en virtud de la muerte y resurrección del Señor, y se denuncia eterna maldición y ira de Dios sobre todos los impenitentes rebeldes y incrédulos a esta gloriosa nueva.

            2.  Esta autoridad entendemos residir primera y inmediatamente en Cristo, único pontífice, sacerdote y pacificador nuestro, y por sus comisión en todos los legítimos ministros de su Evangelio, a la palabra del cual está ligada la dicha potestad; en el uso de la cual ninguna reservación hay de casos de los unos ministros para los otros, ni la puede haber, por tenerla todos en igual grado: o para dar por absueltos delante del divino juicio enteramente a todos los que por verdadera penitencia y fue juzgaren ser capaces del perdón, o para dar por condenados en el mismo juicio a todos los impenitentes y incrédulos.

            3.  Asimismo confesamos servir este remedio en la Iglesia del Señor, no sólo para la absolución de los pecados pasados a los que de nuevo son admitidos a ella, más aun ser en ella perpetuo, para todas las veces que después de ser hechos una vez miembros de Jesús el Cristo les aconteciere caer, de cualquier suerte de pecado que sea, por ser perpetua nuestra corrupción, y el peligro de caer todo el tiempo que en esta vida vivimos; asimismo eterna la divina misericordia para recibirnos a perdón, y el Sacerdocio del Señor Jesús y el valor de su sacrificio también eterno para interceder por nosotros delante del celestial Padre.

 

EL VIGÉSIMO PRIMERO CAPÍTULO

de la confesión Española

 

DE LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; DEL JUICIO FINAL; DE LA ETERNA VIDA DE LOS PÍOS; Y DE LA ETERNA MUERTE DE LOS IMPÍOS

 

            1.  Confesamos que vivimos en esperanza de una gloriosa resurrección de todas las cosas, por la cual gemimos, con todas las criaturas que sujetadas a vanidad y corrupción por el pecado del hombre esperan también su restauración en la entera redención de los hijos de Dios; en la cual esperamos alcanzar entera perfección de justicia y de santidad, asolado del todo el reino del pecado y de la muerte en el mundo, y puesto fin a toda nuestra corrupción, así corporal como espiritual, y a todas las aflicciones que los hijos de Dios padecen, sujetadas las cosas al Cristo, el cual entregará el reino al Padre, y Dios será todas las cosas en todos nosotros.  Éste es el reino de Dios, por el cual suspiramos y pedimos con ardiente oración cada día al Padre celestial que venga.

            2.  Esta entera redención creemos que se nos dará en la resurrección final, donde creemos que resucitará toda carne, así de malos como de buenos, aunque así como para diversos fines, así también por diferentes principios.  Los píos, por estar pendiente su resurrección de Jesús el Cristo, como de primera causa, creemos que resucitarán en su misma carne a vida eterna, por virtud de la simiente de divinidad que en ellos se sembró por la Divina Palabra y por la fe, a cual de la cual simiente es imposible que perpetuamente sean detenidos en las prisiones de la muerte, por la misma razón que tampoco el Señor Jesús lo pudo ser, en cuya resurrección tienen prenda certísima de la suya y experiencia infalible de lo que para en este caso podrá la naturaleza divina, de que por su Espíritu son ya participante.  Los impíos asimismo creemos que resucitarán en su mismo carne; mas no por virtud de Espíritu del Cristo, ni de simiente de divinidad que en sí tengan (pues nunca la recibieron), mas por la potencia de Dios, que como los crió de nada, los levantará de la muerte, para que en cuerpo y en alma sostengan eternalmente el castigo de su ira.

            3.  Confesamos que, después de esta universal resurrección de buenos y malos, Jesucristo, a quien el Padre tiene dada la administración del Reino, y por consiguiente el Juicio, que se mostrará visible en potencia y majestad de Dios; delante del cual será presentada toda carne para recibir sentencia final de su eterno estado según sus obras, donde los buenos unidos con Dios recibirán premio de eterna vida, y serán admitidos a la participación de su gloria con Cristo, como lo fueron acá por su mérito a la participación de su naturaleza y Justicia, y asimismo de su cruz, para que de esta manera tenga su entero cumplimiento el divino consejo que en Cristo los predestinó desde antes del sigo, los llamó y justificó a su tiempo en él mismo, para en fin glorificarlos.  Los malos comprendidos de la eterna maldición serán diputados a terna privación de la vista de Dios, la cual les será eterno dolor y tormento, en compañía de Satanás, cuya naturaleza participaron y cuyas obras hicieron; con el cual serán sepultados en el infierno, en compañía de la muerte, que con ellos será encerrada, para que perpetuamente mueran, donde su cuerpo quemará y no morirá, ni su tormento tendrá fin.

 

EPILOGO

 

            Ésta es (hermanos en Cristo) nuestra Fe; la cual entendemos no alcanzarse por human enseñamiento ni diligencia, antes ser puro don de Dios comunicado por su sola misericordia y liberalidad graciosamente al mundo, y plantado por la virtud de su Espíritu en los que por Jesús el Cristo han de ser salvos.  Hémosnos al presente contentado con declarar y confesar los principales artículos de ella, a fin que por esta confesión seamos conocidos por miembros de la verdadera Iglesia del Señor y admitidos entre los que también lo fueren.  Mas por cuanto conocemos también que en este divino enseñamiento ninguno puede haber tanto aprovechado que no le quede mucho más a aprender, entre tanto que se vive en esta vida, por ser el conocimiento del Cristo, (que es el principio de esta celestial sabiduría) tesoros de sabiduría divina que no se pueden agotar; por tanto rogamos con toda humildad primeramente al Señor cuyo propio oficio es darla, la aumente y arraigue cada día mas en nuestros ánimos, hasta que lleguemos a la perfección que en el Cristo nos es señalada, a la cual aspiramos.  Segundamente, rogamos y exhortamos por el Señor a todos los que en esta fe nos son hermanos, que suporten con caridad nuestras faltas, así todas las demás como las que en esta nuestra Confesión podrán notar, y con la misma caridad nos enseñen en lo que faltamos.

            Par más claridad de nuestra Fe, damos en suma de nuestra Confesión a toda la Iglesia universal su común Símbolo de Fe; por el cual Creemos en Dios Padre Todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra.  Y en Jesús el Cristo su Hijo, Único Señor nuestro.  El cual fue concebido del Espíritu Santo, y nacido de María Virgen.  Padeció en tiempo de Pontio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado.  Descendió a los infiernos.  Al tercero día resucitó de los muertos.  Subió a los cielos; está asentado a la diestra de Dios Padre todo poderoso.  De allí ha de venir a juzgar vivos y muertos.  Creemos en el Espíritu Santo.  La Santa Iglesia universal.  La comunión de los santos.  La remisión de los pecados.  La resurrección de la carne.  La vida eterna.  AMÉN.

 

APPÉNDICE AL CRISTIANO LECTOR

 

            Ésta es (amigo lector) la suma de toda la doctrina cristiana, revelada de Dios a los hombres primeramente por sus Profetas y después por su unigénito Hijo, al cual sólo manda a los hombres oír, como a aquél que sólo conoció y conoce enteramente toda su voluntad, y ante todos tiene el cargo de anunciarla en el mundo, para que por ella sepan los hombres el camino del cielo y de la eterna vida, y se salven los que la abrazaren de todo corazón, y con verdadera fe ordenaren por ella toda su vida, quedando todos los demás en eterna muerte y perdición.

            Esta es la doctrina del verdadero Evangelio, que el Señor predicó y confirmó con todos sus milagros, y al fin con su misma muerte y resurrección, y la cual en su subid a los cielos encomendó a sus Apóstoles y Discípulos que enseñase a los hombres, como la habían oído de él, dándoles asimismo potestad de confirmarla con milagros y señales de tal poder que testificasen de su verdad y certidumbre.  Ésta es la que ellos predicaron por todo el mundo, y la que Dios selló y confirmó a su predicación (como el Apóstol dice) con señales y prodigios y maravillas, y con dones evidentes del Espíritu Santo, conforme a su voluntad.

            Contra esta doctrina se armó todo el mundo, y lo más poderoso y aparente de él, como lo hizo contra el maestro y autor de ella, mientras él la predicó, hasta ponerlo en la cruz por causa de ella; pero lo que el mundo sacó de esta su blasfema y loca empresa fue lo mismo que sacaron los que por ella crucificaron al Señor, que fue confirmarla más y hacer que, con su más pertinaz resistencia, a ella se aparejase trofeo más ilustre y glorioso de eterna vida.

            Esta doctrina así enseñada por el Señor Jesús, propagada por sus Apóstoles, testificada y confirmada no solamente con tantos y tan prodigiosos milagros, mas aun con tanta sangre de mártires, quedó en el mundo por único tesoro de la Iglesia cristiana, y ha quedado hasta hoy, y permanecerá aun después que pereciere el mundo, porque por ser (como enseña el Profeta) permanecer eternalmente.  Esfuérzcase el mundo, cuando quisiere, contra ella, conspire, concierte, machina, ponga en efecto todos sus consejos, que todos serán disipados y vueltos en humo, sin poder llegarlos al fin que desea.  Porque con nosotros Dios; y la promesa del Cristo es mas firme que los mismos cielos; las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella.  Este aviso ha sido menester darte aquí (amigo lector), para que nadie te haga entender que ésta es doctrina nueva, que comenzó con D. Lutero, etc.  Mentira es blasfema contra Dios y su Cristo, que (como por el discurso de ella se ve claro) es su verdadero autor y defensor; el cual por su grande misericordia, y por el cumplimiento de su promesa (que la tiene hecha de eternidad), la ha querido restaurar y restituir en nuestro tiempos de tanta inmundicia y estiércol de humanas invenciones, y malditas supersticiones, con que la ignorancia y temeridad de los falso pastores y enseñadores de la Iglesia la han sepultado, como parece claro por sus indulgencias, jubileos, cuentas benditas, perdonanzas, purgatorios, obsequias, aniversarios, invocaciones de los santos, idolatrías enormes y inexcusables, profanación de sacramentos, con todos los demás abusos y engaños que aquí no podríamos recitar sin muy luengo discurso.  Para limpiar su Iglesia de tanta suerte de inmundicias, plugo al Señor servirse de Lucero, o de este hombre, o del otro.  Esto nada quita ni pone en el negocio de la reformación, el cual por sí solo debe ser considerado y estimado atacarnos.  Son ellos instrumentos de que Dios usa, a los cuales aun debemos agradecimiento por sus trabajos, reverencia y obediencia a su ministerio, como al del mismo Cristo, cuando se nos probare ser nuestro el error y la tinieblas, y de Dios la merced y misericordia de sacarnos de él, por tales instrumentos, cuales a él plugo tomar para tan ilustre obra.

            Si el mundo ahora resiste a esta doctrina, no es maravilla, porque no hace nada de nuevo o de extraño a su condición, como lo haría si la abrazase sin contradicción alguna.  Mucho menos nos debe espantar su grande diligencia en perseguirla sus Inquisidores, sus familiares, sus cárceles más duras que la misma muerte, sus tormentos, sus sambenitos, fuegos y lo que (al juicio de la carne) es más que todo:  la vergüenza de haber caído en sus manos a título de herejes.  Porque todos estos son aspavientos y visajes vanos, con que el diablo (por ellos y en ellos obra) pretende espantar los que tentaren a salirse de su miserable cautiverio a la libertad de hijos de Dios.  Que si el Señor, después de habernos hechos partícipes de su luz, fuere servido de llagar nuestra Fe a tales pruebas, escogiéndonos por mártires y testigos fieles de su verdad, beneficio singular suyo es, por el cual le debemos nuevo agradecimiento.  Las mercedes y regalos especiales que nos comunicará en medio de tales pruebas serían mas que bastante recompensa de todo nuestro padecer, pues, ¿cuál premio será el de haber sido compañeros de su vergüenza y cruz?  Salgamos, salgamos con él fuera de los reales llevando alguna parte del oprobio que él llevó por nosotros, asegurados que si con él padeciéremos, con él también reinaremos.  A él sea gloria, y alabanza eterna, que con el Padre y Espíritu Santo reina en los cielos, donde nos espera.  Amén.  Amén.

 

 

-  La Fuente de esto era el libro Cassidora de Reina: Confessión de Fe, por Ed Kinder